LA CALIGRAFÍA
DEL DESEO

Hay que escuchar. Quedarse quietos para oír ese respiro –afanado como si tuviera una lama en los bronquios– que sale por la boca de una obra pictórica que su creador, Juan Sebastián Barberá (heredero del nombre de un compositor porque su madre es virtuosa instrumentista), entrega al espectador. Como si no hubiera distancia entre el espectador y la tela, se percibe el hálito cálido, el ritmo de entrada y salida del pincel que cumple su oficio. Ese ruido, cadencioso, de la brocha que entrega sustancia vital. Nos daremos cuenta, entonces, de que el color, que bien podría ser sólo un pañuelo cromático que retiene los fluidos, que seca y consuela la herida en el pulmón, es ese aliento que quema, que devuelve los sentidos, que reaviva la memoria y despierta el alma. Respira por amor o por dolor, porque, ¿qué más hay?

En su intensa producción, JSB decidió juntar cuerpos taurinos, hadas de perla desnudas, Freud y bichos obscenos. Una vitrina dinámica los acoge: es la tela, a veces como una copa repleta de erotismo, otras como un lienzo tendido para favorecer las sombras. Estos personajes están sostenidos por un eje que el artista calibra hasta obtener una vibración emotiva y rebelde. Son acompasados, como la música que acompañó su infancia. Un ensamble de los sentidos.

Tienen labios péndulos, filosos y cálidos, unidos por hilos invisibles como chorros de saliva. Tienen punta en la lengua. Parece que no pudieran evitar el cuchicheo, tramar, asomarse con sus uñas, empapadas de color, para penetrarse, con sus dedos de diablo, como en las entrañas de las galerías humanas. JSB los levanta, los deja sueltos en descanso, los agacha con ternura, el uno sobre el otro hasta formar una torre maciza de donde logran lanzarle una mirada al espectador, obligándolo a dar un paso de amparo hacia atrás.

Las miradas son algo melancólicas y bizcas, echando un vistazo afuera de la tela. JSB las envuelve de clemencia, lo que nos permite recuperar el paso anterior y sumarle uno nuevo, con lo que el resultado final es la contigüidad entre la obra y su espectador. Por esta cercanía les reconocemos también toda la crueldad de una mirada fija carente de iris: aunque blanco, seguro que ese ojo nos está mirando. Por esta proximidad podemos observar sus lágrimas que se cristalizan, como sucede cuando no se logra ni parpadear. Por el amor o por el dolor.

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