Transmutación
MINETTE ERDMAN
Mi amigo, pero sobre todo el pintor
JESÚS MANUEL HERNÁNDEZ
Derechos de los niños
JUAN SEBASTIÁN BARBERÁ
Juan Sebastián Barberá
ADOLFO CASTAÑÓN
Un ensamble de los sentidos
CRISTINA SECCI
El último Centauro del Laberinto
ADOLFÓ CASTAÑÓN
UN
ENSAMBLE
DE LOS
SENTIDOS
POR CRISTINA SECCI / 2008
Hay que escuchar. Quedarse quietos para oír ese respiro –afanado como si tuviera una lama en los bronquios– que sale por la boca de una obra pictórica que su creador, Juan Sebastián Barberá (heredero del nombre de un compositor porque su madre es virtuosa instrumentista), entrega al espectador. Como si no hubiera distancia entre el espectador y la tela, se percibe el hálito cálido, el ritmo de entrada y salida del pincel que cumple su oficio. Ese ruido, cadencioso, de la brocha que entrega sustancia vital. Nos daremos cuenta, entonces, de que el color, que bien podría ser sólo un pañuelo cromático que retiene los fluidos, que seca y consuela la herida en el pulmón, es ese aliento que quema, que devuelve los sentidos, que reaviva la memoria y despierta el alma. Respira por amor o por dolor, porque, ¿qué más hay?
En su intensa producción, JSB decidió juntar cuerpos taurinos, hadas de perla desnudas, Freud y bichos obscenos. Una vitrina dinámica los acoge: es la tela, a veces como una copa repleta de erotismo, otras como un lienzo tendido para favorecer las sombras. Estos personajes están sostenidos por un eje que el artista calibra hasta obtener una vibración emotiva y rebelde. Son acompasados, como la música que acompañó su infancia. Un ensamble de los sentidos.
Tienen labios péndulos, filosos y cálidos, unidos por hilos invisibles como chorros de saliva. Tienen punta en la lengua. Parece que no pudieran evitar el cuchicheo, tramar, asomarse con sus uñas, empapadas de color, para penetrarse, con sus dedos de diablo, como en las entrañas de las galerías humanas. JSB los levanta, los deja sueltos en descanso, los agacha con ternura, el uno sobre el otro hasta formar una torre maciza de donde logran lanzarle una mirada al espectador, obligándolo a dar un paso de amparo hacia atrás.
Las miradas son algo melancólicas y bizcas, echando un vistazo afuera de la tela. JSB las envuelve de clemencia, lo que nos permite recuperar el paso anterior y sumarle uno nuevo, con lo que el resultado final es la contigüidad entre la obra y su espectador. Por esta cercanía les reconocemos también toda la crueldad de una mirada fija carente de iris: aunque blanco, seguro que ese ojo nos está mirando. Por esta proximidad podemos observar sus lágrimas que se cristalizan, como sucede cuando no se logra ni parpadear. Por el amor o por el dolor.
Están hechos de codos, de párpados, de rodillas, lubrificados por el color. Las caras son dobles, espejos rotos con intención y no por esto abandonados al suelo. La luz estalla por todos lados y multiplica las narices, separa los ojos, parte el cerebro. Son científicos, hermanos gemelos, mujeres acompañadas... son madres, son padres de la religión. No hay piedad en estos personajes y vaya que hay piedad. No hay perdón pero lo hay, incluso con ternura.
El espacio de las telas está cortado en planos, en pequeños altarcitos para invocar amor. La base a veces es una virgen que sostiene todo el peso del mundo; otras, rizos de agua agitados por pequeñas tempestades. Sus sujetos parecen habitar un mismo edificio que, alumbrado por la noche, revela desde sus ventanas irradiadas a los protagonistas. Hay pequeñas escaleras que invitan a pasar al piso superior, graderías que tal vez pudiere subir una virgen taurina. De perderse, podría seguir el trayecto indicado por las flechas. Aunque tal vez se trate de un laberinto, o de una brújula invertida.
A veces estos seres duermen. Suspenden toda actividad y descansan el alma. No hay pudor en un acto tan íntimo como el descanso. Es entonces cuando podemos estar seguros de que, en su tela, JSB les provee todo: nutrimento, placer y tregua.
El trazo de JSB es al mismo tiempo transparente como la piel de la mano de un viejo y redondeado, como los senos hermosos de una joven. En su obra más reciente, el color parece distribuirse en arcos, como una ola de arena fina.
Es una pintura emotiva la de JSB, sin falsos adornos, franca y determinada. La decoración del alquimista, que diluye el oro, se mezcla con el trazo titánico de color. Con el entusiasmo de un río desbordan todas las fuentes líquidas –agua, óleos– y como montañas milenarias emerge la materia: el resultado tiene dulzura, se acopla como un abrazo. La tela a veces es como una caja de plexiglás a la que se le infunde un soplo de vaho para que emerja, lentamente, la intensidad de una mirada entrañable. Y dentro de esa mirada se encajan como fetos otros ojos, lenguas y narices.
También es verbal la pintura de JSB. Los nudillos de los dedos son puntiagudos; las manos huesudas y largas amenazan picar y desgarrar la tela para introducirse en los orificios de otro cuerpo pictórico, pero sólo quieren escribir con sus uñas. Señalan geometrías, ángulos, líneas y articulan un alfabeto para los que saben descifrar esa grafía ósea. Son cuerpos libres que menean sus señas en el cielo blanco de la tela, connubes cargadas de blanco líquido, listas para reventar. No sólo señalan sino que pronuncian. Esa palabra, esa súplica, ese acto tan esperado. Es la caligrafía de un deseo extremo expresada por dedos que escriben con su propia grafía: dedos femeninos, dedos músicos, dedos clandestinos.
Los personajes que ocupan las telas –lienzos extendidos hasta la transparencia opalina– llegan a ocultarse tras una máscara de un carnaval pícaro. La piel adhiere, deja vislumbrar los nervios tendidos por amor y por dolor. Aunque vaciados de carne, son cuerpos vivos. Nada de etéreo, sólo organismos desocupados justo para mantener en equilibrio su propio calor y peso. Estos cuerpos parecen huecos por la liviandad, con órganos internos succionados por el color como si fuera sanguijuela (de ésas que sanan y devuelven a la vida). Al tocarlos podrían parecer cuerpos mayores, piel y hueso, con aroma a talco y enfermedad. Pero acá la enfermedad es la tragedia del amor, experimentada por seres que viven el silencio que queda en una mesa después del amor.
La piel de los seres, humanos y taurinos, de JSB es blanca. Como cipria de porcelana. Una manta de lana cándida pero picosa, que concede esa caricia tan llena de erotismo que nos despierta en las tardes. Ese blanco recorre la obra de JSB con una densidad que supera, a veces, a la del color. Es materia que cuidadosamente el pintor deja asomarse, sobre la cual orienta la luz, obviamente blanca. Más que escala, es pirueta cromática y luminosa que resale entre los muslos, en el vientre, por encima de la garganta de una dama amenazada por una lengua roja, anhelada. Los cuerpos se comen y se entregan el uno dentro del otro: así la virgen abraza con languidez al Tauro que la devora. Es el placer erótico.
Sobre esta piel blanca el pincel logra evidenciar los canales de los nervios fisonómicos o los meridianos del cuerpo, como en una anatomía del color. El pincel corre a lo largo de las fisuras entre el tejido de los nervios y los revive con el color, los inflama.
Sobre un tono crudo, el color encuentra un quiosco donde gotear. Pueden ser lágrimas o sudor. Una cubeta dentro del marco (ausente) sujeta una historia de amor, un popote permite nutrirse del color como un fluido espeso. Hay que mamarlo como símbolo de nutrición.
EL
ÚLTIMO
CENTAURO DEL
LABERINTO
POR ADOLFO CASTAÑÓN / De casi un objeto a objeto casi / 1998
Quizá no sea casual que dos textos esenciales para sus respectivas culturas lleven un título tan parecido. Me refiero a “El Laberinto de la Soledad” que en México publicó Octavio Paz en 1949 y a “El laberinto de la Saudade”, que en Portugal años después, escribió Eduardo Lourenço. En efecto, así los mexicanos como los portugueses estamos solos y tenemos conciencia de esa soledad. Estamos solos todos los hijos de Portugal y de España. No sabemos reconocernos en nuestras propias raíces y sufrimos por ello.
No hemos sabido enterrar a nuestros héroes y anda por ahí todavía batallando después de muertos. Nos aprieta el zapato en un pie que ayer nos cortaron: vivimos como una pasión religiosa el drama de la identidad. A pesar de ello, no conocemos la sobriedad de la tragedia; nos pica un inveterado milenarismo. Por eso estamos más dispuestos que otros pueblos a reconocer la presencia de los vivos entre los muertos, la fuerza del sueño y del delirio sobre la realidad, la dureza de los seres humanos, la fantasía y la libertad de los objetos. Eso explica por qué ha sido tan afortunado (y fértil) el encuentro de la obra literaria del portugués José Saramago con el pintor, dibujante y grabador mexicano en los proyectos “Periolibros” e “Iberoamérica pinta”, promovidos por el Fondo de Cultura Económica y la UNESCO. (1998)
DERECHOS
DE LOS
NIÑOS
POR JUAN SEBASTIÁN BARBERÁ / 2010
De una de las campañas a favor de los derechos de los niños supe una vez que la comisión que se había dispuesto llegar a la sierra tarahumara a un poblado recóndito con el sentido de revisar el estado general y las condiciones de salud de los niños en esa comunidad... tuve la pésima noticia y recibí la foto de Betito muerto de inanición; la foto era demasiado contundente y me llenó de tristeza, el niño de 4 años estaba tirado en el piso en un terregal con el abdomen inflado, con moscas aposadas en su pequeña humanidad recién inerte, al estilo de esas macabras fotos de los niños de Biafra y los muertos en la guerra del holocausto que pensábamos que en México era imposible ver.
Mi tristeza, mi enojo, mi indignación quisiera el que fuera de todos los mexicanos para impedir que otro Betito acaiga por haber perdido el derecho más importante que tenemos los seres humanos y por ende los niños: el derecho a la vida.
A partir de este evento tomé la decisión de emprender un trabajo personal como artista pero sobre todo como ser humano y por ello lleve a cabo la colección de los 37 derechos de los niños para utilizar las imágenes de distintas maneras en todo tipo de campañas con el sentido de que podamos visualizar a través del arte cada uno de los derechos que los niños del mundo tienen y debemos defender a toda costa para recuperar la dignidad humana y el sentido de la existencia.
Espero que cada diseño y que cada obra de arte de cada derecho sirva para cargarlo como estandarte o como una bandera generadora de paz y amor en el mundo y con ello ahorita me refiero a que de manera emergente en México...no quiero volver a ver otra foto de otro Betito muerto de inanición en este país ni en ningún lugar del mundo.
JUAN
SEBASTIÁN
BARBERÁ
POR ADOLFO CASTAÑÓN / 2009
Conocí a Juan Sebastian a fines de los años 90, en la casa rural de su hermana, cerca de Xalapa. Entonces era muy joven (tenía 10 años menos que yo pero lo sentía como una persona mayor, pero ya pintaba, mucho y bien. Tanto me llamó la atención su pulso caligráfico y su impulso plástico que lo invité a integrarse a un proyecto que por entonces o dirigía yo desde el Fondo de Cultura Económica junto con Germán Carnero Roqué, representante peruano-parisino-español de la UNESCO en México, la serie Periolibros de grata y legendaria memoria donde se pusieron en formato de plana de periódico con tirajes de cientos de miles de ejemplares por todos los rincones de Iberoamérica obras de grandes autores iberoamericanos —como Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Augusto Monterroso o José Saramago— (el autor que le tocaría ilustrar o acompañar a nuestro amigo Juan Sebastián Barberá-Durón), ilustrados por grandes pintores de la región como Rufino Tamayo, Carybé, Oswaldo Guayasamin, Vieira da Silva o Arnaldo Cohen. Un proyecto tan importante que recibió la atención de la revista Time. Juan Sebastián hizo su tarea puntual y magníficamente y yo escribí un texto incluido en el libro a fin contado sobre ese binomio singular que formaron José y Juan, Saramago y Sebastián cuyo libro Historias pintadas y cuentos de amor, editado por Lumberg de Barcelona en 2008, se presenta hoy en la ciudad mexicana de Guadalajara, acompañado de un documental y con una muestra conformada por originales y reproducciones de los suntuosos y abigarrados dibujos y caligrafía de Juan Sebastián Barberá-Durón que se recogen en un libro que incluye en su gran formato 191 ilustraciones, 209 páginas y 8 textos de amigos, críticos e ilustradores de arte.
Pero ¿quién es Juan Sebastián Barberá-Durón? ¿qué se trae o qué nos trae en su caja de sorpresas, en su caja desastre este activista de la tinta, el acrílico, la tela, el lino, la madera, la cerámica, el agua-fuerte, el agua-tinta y el bronce? El impulso vital y vivaz de Juan Sebastián Barberá-Durón es propio y heredado. Nuestro amigo que tiene nombre de profeta y apariencia de diablillo naïf o de goliardo dionisiaco. Trae en su sangre el gene o genio del arte pues es hijo de la ilustre clavecinista Luisa Durón. El clavecín está cerca del piano y del órgano y la pintura, o yo diría mejor la gimnasia plástica y plastiforme de este niño-grande que fue bautizado con el nombre de pila de Bach, el autor de la Pasión según San Mateo, tiene no poco que ver, ante mis sentidos sinestésicos que oyen con la mirada y ven con el laberinto del oído, con la música del órgano y las majestuosas coreografías contadas, cantatas del Dios Padre —Juan Sebastián Bach— de la música moderna y de la música de todos los tiempos. Probablemente a nuestro voluntarioso y empeñoso amigo le sorprenderá un poco esta ocurrencia, pues lo natural y previsible sería remitir su arte —como hacen los chaperones literarios de este baile plástico— a las figuras y obras de Pablo Picasso, Klimt, Schiele, Leonor Fini, Carybé. Sin embargo, invito a los diletantes que de este baile plástico la mano tengan un disc-jockey que hagan la prueba de intervenir la plástica de Juan Sebastián Barberá-Durón con las ondas acústicas de Bach, ya sea en interpretaciones convencionales o en las de Glen Gould, Jacques Loussier y Vincent Grappelli, amigos de Bach y por ende suerte de tíos acústicos de nuestro ingenioso pintor.
Otro ascendiente musical que encierran según yo, los cuadros y producciones de Juan Sebastián es —agárrense— el de Richar Wagner, el creador de la ópera. La densa población que anima los ciclos mitológicos del hermano de Cósima tiene una contraparte en el despliegue coral, en los muchos rostros y cuerpos —la mayoría femeninas— que recorren los cuadros de Juan Sebastián Barberá-Durón. Pero hay además, según yo, dos factores más que lo vinculan a Wagner, El primero es de índole formal o temática. Si en la obra de Wagner se formaliza la estructura del leit-motif, a la faena polícroma y torrencial de Juan Sebastián Barberá-Durón la recorren como temas o motivos musicales ciertas figuras que él repite y recicla cada vez en un nuevo contexto y que constituye por así decir y para aludir al poeta Eugenio Montejo su Alfabeto del mundo. El otro rasgo es simbólico: la figura de Juan Sebastián Barberá-Durón me hace pensar en la del héroe Parsifal del Ciclo de los Nibelungos, no sólo por su semejanza física sino por que su virtud característica fundamental es una voluntad visionaria al igual que la de Juan Sebastián Barberá-Durón y de esa voluntad es precisamente prenda y demostración este libro que movilizó y representaré durante años, el pictórico y plástico del autor y en el proyecto a un amplio equipo de colaboradores y ayudantes que han trabajado. Pero esa voluntad es ante todo una voluntad interior, una voluntad aplicada o enfocada al mundo interior, como muestra la serie “Feliz Nuevo Siglo Dr. Freud”, interrogada, en el libro por el poeta y diplomático Eduardo Font. Lo que está en juego en el teatro de esta ópera plástica es algo muy íntimo y también muy común: la energía sensual, la libido. Y es de esta fuerza de donde Juan Sebastián Barberá-Durón extrae su creatividad; y es a esta energía y a su gobierno y dominio que Juan Sebastián Barberá-Durón le debe el título bien ganado que tiene de maestro. Otra figura que nuestro querido artista —y casi iba a decir arquitecto— exorciza en sus cuadros es la del también genial y a veces mal-geniudo Alberto Gironella cuyos huecos ensaya colmar Juan Sebastián con buen humor. Gironella es un pintor del humor hispánico y a veces del humor-negro. Juan Sebastián, en cambio, se distingue por el buen-humor, por una cierta bonhomía risueña que se abre paso por en medio de la truculencia y el enredo barroco, churrigueresco, a veces charrigueresco que impregna sus inconstantes geometrías.
La bonhomía de Juan Sebastián se resuelve en risa y sonrisa y —algo que no le disgustaría a Gironella, tan buen lector de Ramón Gómez de la Serna— en ambiente de Circo. Esta sería a mi ver que oye, a mis ojos que escuchan el otro dato que caracteriza el quehacer artístico de Juan Sebastián: una cierta condición espectacular y en última instancia circense. El círculo donde Juan Sebastián Barberá-Durón traza la ciudad de sus historias pintadas y cuentos de amor es precisamente el aro de arena de la pista de un circo donde desfilan y evolucionan trapecistas y malabaristas, saltimbanquis y lindas contorsionistas. En el círculo imantado, imaginado circo de Juan Sebastián Barberá- Durón esas historias pintadas y cuentos de amor surgen como prendas y secuencias de un diálogo incesante entre Arlequín y Pierrot, el payaso travieso y el payaso melancólico y delicado, fino como una virgen doncella.
Travesura y tristeza serían pues los polos emblemáticos que atraviesan la obra pintada, dibujada y esculpida de nuestro querido y admirado amigo.
Habría en medio, como un ecuador, una tercera figura, como en el Circo Ruso: la del payaso— maestro de ceremonias que domina todas las artes circenses y que lo mismo monta de cabeza al caballo que traga espadas de fuego o entabla un combate siempre ganado y siempre perdido. Y es que, en su gimnasio, nuestro amigo practica un deporte excéntrico que le es habitual a los poetas y artistas: el arte de la defensa personal... en contra o a favor de uno mismo y de los propios fantasmas, espectros, clones, dobles, simulacros que asedian al artista en sus noches y días de insomnio y deseo. Pues, por lo que se ve, por lo que pinta y pica, salpica y traza, Juan Sebastián Barberá-Durón combate mucho y se entrega a una suerte de fuego o de duelo colectivo entre los diversos agonistas de su escenario interior. Combate y trabaja mucho, alentado, fustigado y apremiado por una tercera figura, la silueta sonriente del Payaso Mayor que lo mismo vigila los actos de los otros payasos y artistas que mira de reojo cuántas personas pagaron su entrada y está atento a la gotera y a la calidad de las cuerdas que sostienen los trapecios. Artista polimorfo y apasionado de lo abigarrado y monumental, nuestro amigo se inscribe volens nolens —quiera que no— en esa línea de artistas como Diego Rivera, José Clemente Orozco y David Alfaro Siqueiros que fueron, además de pintores hombres de acción: militantes y hasta empresarios. Por eso puede decir: “todo se lo debo a mi manager, pero yo soy mi manager”. Esos pintores y artistas fueron tentados, al igual que Juan Sebastián, por la monumentalidad: fueron hombres-máquina que sólo respiraban a gusto en el aire de su vasto estudio-taller o de la plaza. Por eso no se necesita ser profeta para decir que este acto que hoy se celebra en esta ciudad espectacular y que gusta del espectáculo sabrá repetirse, aumentado y ampliado, con más cuadros y con más libros, con más cine y con mucho más público, Con más circo y con más pista a lo largo de los años que vienen y que, por así decir, están a punto de pasar o ya pasaron. Muchas veladas de estas, te desea, querido Juan Sebastián este anónimo testigo de tus avatares cuyo mechudo perfil te acompaña en la foto que ahora nos está tomando con su imaginación el lector.
* Este texto fue leído el día miércoles 18 de marzo en la Casa Museo de la Universidad de Guadalajara, con la presencia del pintor y de la maestra Cristina Secci.
Juan Sebastián Barberá Durón: Historias pintadas y cuentos de amor,
Lunwerg Editories, Barcelona, 2008.
MI AMIGO,
PERO SOBRE TODO
EL PINTOR
POR JESÚS MANUEL HERNÁNDEZ / 2011
Con aprecio y admiración, presento a Juan Sebastián Barberá, mi amigo, pero sobre todo el pintor.
Debería ser fácil... ya que se le llama amigo a aquella persona encontrada en la escalera de la vida, con quien es mejor subir y bajar los escalones. Del amigo se sabe prácticamente todo, se adivinan sus pensamientos, sus tendencias y sus deseos. Al cabo de los años, como el buen vino, como el arte, como todo lo que vale la pena, van decantándose, adquiriendo pátina y se obtiene entonces una enorme plusvalía en la inversión de la amistad. Presentar a Juan Sebastián no resulta fácil, aunque amigos lo somos desde el primer día en que intercambiamos palabras sobre su obra los Conjuros que actualmente decoran las paredes del emblemático restaurante la Conjura en Puebla y es que, además de amigo, es artista - pintor y de los que no pintan cosas fáciles; entonces la presentación se complica, los matices se hacen necesarios para frenar el cariño y la visión personal.
Por sus venas además de correr sangre, corre también una intensidad de vida, de pasión y de amor, asuntos que le alimentan la mente y el alma y le llevan a producir arte en todas sus expresiones, en diversas tertulias ha demostrado su talento creando dibujos en servilletas de papel, de tela, cuadernos y obviamente su creación se manifiesta de manera impactante en los lienzos que van a ver en esta exposición. El continente de su expresión puede ser lo variada que se tenga a la mano, el genio y el ingenio se cruzan en su mano al trazar las líneas que al ojo del no iniciado parecieran ser fáciles, y cuyo significado empieza a presentarse como una expresión bella, que agrada, que gusta, que entretiene, que provoca la contemplación, aunque a veces el mensaje sea, como en una buena parte de la colección, duro, fuerte, reflejo sin duda de los momentos que la humanidad vive.
Para ver la obra de Juan Sebastián hay que abrir bien los ojos, pero no sólo los del sentido de la vista, los ojos del alma y los del corazón, pues sólo así es posible entender la evolución de su obra en los últimos años. De la fuerza de Los Conjuros, las Perversas indulgencias, Objeto Casi producidas entre España y México a la fecha han pasado casi dos décadas y el sentido de la frustración por un mundo decadente, asoman en sus trazos y permiten adivinar que la tristeza y la crueldad son el ungüento, la tinta, el óleo y el acrílico que hurguen el pincel de Juan Sebastián.
Me he permitido citar las palabras de mi hija Reneé egresada de la carrera de Historia del arte, que describió con puntualidad el talento de la obra de Juan Sebastián:
“Las obras del artista mexicano Juan Sebastián Barberá vienen y renacen de un marcado espíritu moderno, recogiendo de la historia de arte influencias que hoy se le decantan totalmente para crear su propio estilo con libertad absoluta.
El arte de Juan Sebastián transita entre el abstraccionismo, el simbolismo y básicamente el expresionismo del siglo pasado, sin embargo y a pesar del recorrido por la historia su estilo pictórico muestra ya una autonomía basada en su propio lenguaje.
Pinceladas seguras y una precisa gama cromática nos transporta dentro de la obra y nos hace dialogar con ella. El uso del color es una de las características más importantes de esta exposición; siendo esta una constante, usando el turqueza cobalto, el azul, el rojo, el ocre, el naranja y sobre todo el blanco como vacio (silencio) y el negro como la nota que ajusta la pieza exactamente al mensaje pictórico... plasmados en un estallido como si estuviera gritando su alma...”
Sin más, los dejo para que entren en estos mundos oníricos y de las verdades que atormentan, excitan y fascinan no solo a Juan Sebastián... para que se embriaguen y se sacien con el gran festín al que nos invita nuestro artista.
TRANSMUTACIÓN
POR MINETTE ERDMAN / 2013
La falta de gobierno, la búsqueda del ser, de su propio ser... Juan Sebastián, así, sin el apellido inminente...
Juan Sebastián hijo, padre, de su arte, de su discurso plástico, de la vida interior narrada en espacios laberínticos que no llegan a sitio alguno, que se burlan después del afán de hallar el nuevo espacio.
Todo es cíclico, todo parte de la pregunta y Juan Sebastián sabe que sólo el ser humano se pregunta; esa es quizás la mayor de sus tragedias, porque el cúmulo de respuestas le devuelve, irremediablemente, al origen.
Juan Sebastián lo intuye, lo sabe, lo pinta y lo expresa en un desbordado afán de hallarse, de darse.
Nada secreto es su afán por decir, por contar; construye retóricas plásticas que recientemente tienden a lo amorfo. Lo abstracto se le asoma en color que expresa su pasión sin narrar. La pintura le guía ahora lejos de los personajes que hace y que le hacen.
Esta es sin duda una madurez del lenguaje, una consolidación del artista, una expresión que ya no acude a la forma literaria sino al lenguaje plástico contundente.
Pinta, y la inenarrable plástica se asoma sin ningún recato en una superposición de materia que hoy celebra, en color y expresión, lo que quizás sea la ruptura de las historias pintadas.
Una forma, quizás, de puntualizar treinta años de su trabajo plástico, un cambio de rumbo en el que su pintura rebasa a sus propios símbolos.